Mientras acudía a la ordinaria
cita de todos los días, acompañado como siempre de unos precarios ojos que apenas
si respondían desde su infancia, pudo apreciar aún así, aquella mujer de dorados
cabellos, ahora bañados por el sol como un rubor, tez blanca como la nieve, y
un alma serena; poseedora de unos ojos verdes -como su interior- que hicieron
que el corazón le diera un vuelco.
A través del abismo del lugar,
en medio de las demás voces, esos ojos lo devoraron y pasaron sin verle, y
jamás lo harían; de eso creía estar seguro. En ese momento pudo comprender de lo
que habían escrito los poetas todos esos años. Conoció un amor que jamás sería para
él, no obstante, aun así rápidamente, se enamoró de ella.
Nadie podía prever el futuro
entonces...
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