JUSTICIA.
(Diccionario filosófico Voltaire).
Editor
& Traductor: Juan Felipe Díez Castaño.
Nota:
En muchas traducciones al español del diccionario, nunca se incluyó este
artículo. Por su valioso aporte intelectual, en el sentido de defender la justicia material, más allá de la formal, me he permitido traducirlo de esta
versión en inglés: https://ebooks.adelaide.edu.au/v/voltaire/dictionary/chapter293.html
Que la "justicia" es
a menudo extremadamente injusta, no es una mera observación de la actualidad;
"summum jus, summa injuria"-el exceso de derecho es injusto-, es uno de los proverbios más antiguos
que existen. Hay muchas maneras terribles de ser injustos; como, por ejemplo,
la de atormentar al inocente Calas con evidencia equívoca, y así incurrir en la
culpa de derramar sangre inocente por una confianza demasiado fuerte en
presunciones vanas.
Otro método de ser injusto es
condenar a la ejecución a un hombre que, como mucho, sólo merece tres meses de
prisión; esta especie de injusticia es la de los tiranos, y en particular de
los fanáticos, que siempre se convierten en tiranos cada vez que obtienen el
poder de hacer locuras.
No podemos demostrar esta
verdad más plenamente que con la carta de un célebre abogado, escrita en 1766,
al marqués de Beccaria, uno de los más célebres profesores de jurisprudencia,
en este momento, en Europa:
Carta
al Marqués de Beccaria, profesor de Derecho Público en Milán, sobre el tema M.
de Morangies, 1772.
Señor:
- Usted es un maestro de leyes
en Italia, un país del que derivamos todas las leyes excepto las que nos han
sido transmitidas por nuestras propias costumbres absurdas y contradictorias,
los restos de esa antigua barbarie, cuyo óxido subsiste hasta el día de hoy en
uno de los reinos más florecientes de la tierra.
Su libro sobre crímenes y
castigos abrió los ojos de muchos de los abogados de Europa que habían sido
educados en usos absurdos e inhumanos; y los hombres comenzaron a sonrojarse al
ver que todavía llevaban su antiguo vestido de salvajes.
Se le pidió su opinión sobre
la terrible ejecución a la que habían sido condenados dos jóvenes, recién
salidos de su infancia; uno de los cuales, habiendo escapado de las torturas a
las que estaba destinado, se ha convertido en un excelente oficial al servicio
del gran rey, mientras que el otro, que había inspirado las más brillantes
esperanzas, murió como un sabio, por una muerte horrible, sin ostentación y sin
pusilanimidad, rodeado de no menos de cinco verdugos. Estos muchachos fueron
acusados de indecencia en hechos y palabras, una falta que habría sido
suficientemente castigada con tres meses de prisión y que habría sido infaliblemente
corregida por el tiempo. Usted respondió que sus jueces eran asesinos y que
toda Europa era de su opinión.
Le consulté sobre las brutales
sentencias dictadas contra Calas, Sirven y Montbailli; y usted anticipó el
sentido de las decisiones que luego emitieron las cortes principales y los
oficiales de la ley en el reino, que restablecieron la inocencia herida y devolvieron
el honor a la nación.
En este momento le consulto
sobre una causa de naturaleza muy diferente. Es a la vez civil y criminal. Es
el caso de un hombre de calidad, un general mayor del ejército, que mantiene
solo su honor y su fortuna contra toda una familia de ciudadanos pobres y
oscuros, y contra una inmensa multitud que consiste en las escorias del pueblo,
cuyas ejecuciones contra él se repiten por toda Francia. Una familia pobre
acusa al general de quitarle por fraude y violencia cien mil coronas.
El general acusa a estos
pobres de tratar de obtener de él cien mil coronas por medios igualmente
criminales. Se quejan de que no sólo corren el peligro de perder una inmensa
propiedad, que nunca parecieron poseer, sino también de ser oprimidos,
insultados y golpeados por los funcionarios de la justicia, que los obligaron a
declararse culpables y a consentir su propia ruina y castigo. El general
protesta solemnemente, que estas imputaciones de fraude y violencia son
calumnias atroces. Los defensores de las dos partes se contradicen en todos los
hechos, en todas las inducciones e incluso en todos los razonamientos; sus
memoriales se llaman tejidos de falsedades; y cada uno trata a la parte adversa
como inconsistente y absurda - una práctica invariable en toda disputa-.
Cuando haya tenido la bondad,
señor, de leer el expediente, que ahora tengo el honor de enviarle, espero que
lea con cuidado las dificultades que siento, están presentes en este caso;
están dictadas por la perfecta imparcialidad. No conozco a ninguna de las
partes, ni a ninguno de los defensores; pero después de haber visto, en el
curso de veinticuatro años, calumnias e injusticias tan a menudo triunfar, se
me puede permitir que intente penetrar en el laberinto en el que estos
monstruos desgraciadamente encuentran refugio.
Presunciones
contra la familia Verrón.
1. En primer lugar, hay cuatro
billetes, pagaderos a la orden, por cien mil coronas cada uno, girados con
perfecta regularidad a favor de un general quien además estaría profundamente
endeudado; son pagaderos en beneficio de una mujer llamada Verrón, que se denomina
a sí misma como viuda de un banquero. Las presenta su nieto, Du Jonquay, su
heredero, recientemente admitido como doctor en derecho, aunque desconoce
incluso la ortografía. ¿Es esto suficiente? Sí, en un caso ordinario sería así;
pero si, en este caso tan extraordinario, hay una probabilidad extrema de que
el Doctor de leyes nunca haya llevado ni pueda llevar el dinero que pretende
haber entregado a nombre de su abuela; si la abuela, que se mantenía con
dificultad en una buhardilla, por la miserable acción de las casas de empeño,
nunca hubiera podido estar en posesión de las cien mil coronas; si, en resumen,
el nieto y su abuela han confesado espontáneamente, y atestiguado la confesión
escrita con sus firmas reales, que intentaron robar al general, y que nunca
recibió más de mil doscientos francos en lugar de trescientos mil libras; - en
este caso, ¿no está suficientemente clara la causa? ¿No es el público lo
suficientemente capaz de juzgar a partir de estos preliminares?
2. Me pregunto, señor, si es
probable que la pobre viuda de una persona desconocida en la sociedad, de la
que se dice que era un mendigo, y no un banquero, tenga en su poder una suma
tan considerable para prestar, con un riesgo extremo, a un oficial notoriamente
endeudado.
El general, en resumen,
sostiene que este intermediario, el marido de la mujer en cuestión, murió
insolvente; que incluso su inventario nunca fue pagado; que este supuesto
banquero era originalmente un niño panadero en la casa del duque de
Saint-Agnan, el embajador francés en España; que más tarde asumió la profesión
de corredor en París; y que fue obligado por el señor M. Héraut, teniente de
policía, para restaurar ciertos pagarés, o letras de cambio, que había obtenido
de algún joven por extorsión; - ¡tales como la fatalidad inminente de las letras
de cambio sobre esta familia desdichada! Si se probaran todas estas
afirmaciones, ¿considera usted probable que esta familia prestara cien mil
coronas a un oficial involucrado con el que no tenían ninguna relación de
amistad o conocimiento?
3. ¿Considera usted probable
que el nieto del jornalero -esposo de la viuda-, el doctor en derecho, haya ido
a pie no menos de cinco leguas, haya hecho veintiséis viajes, haya montado y
descendido tres mil escalones, todo ello en el espacio de cinco horas, sin
detenerse, para llevar "secretamente" doce mil cuatrocientos
veinticinco luises de oro a un hombre, al que al día siguiente da públicamente
mil doscientos francos? ¿No parece que este relato se ha inventado con una
total falta de ingenio, e incluso de sentido común? ¿Aquellos que lo creen
parecen ser sabios? ¿Qué se puede pensar, entonces, de aquellos que
solemnemente lo afirman sin creerlo?
4. ¿Es probable que el joven
Du Jonquay, el doctor en leyes, y su propia abuela, hayan hecho y firmado una
declaración, bajo juramento, ante un juez superior, de que todo este relato era
falso, de que nunca habían llevado el oro, y de que eran pícaros confesos, si
en realidad no lo habían sido, y si el dolor y el remordimiento no habían
extorsionado esta confesión de su crimen? Y cuando después digan que habían
hecho esta confesión ante el comisario, sólo porque habían sido agredidos y
golpeados previamente en la casa de un vigilante, ¿consideraría usted que tal
excusa es razonable o absurda?
¿Puede haber algo más claro
que eso, si este doctor en derecho hubiera sido realmente agredido y golpeado
en cualquier otra casa a causa de esta causa, debería haber exigido justicia al
comisario por esta violencia, en lugar de firmar libremente, junto con su abuela,
que ambos eran culpables de un crimen que no habían cometido?
¿Sería admisible que dijeran:
Firmamos nuestra condena porque pensamos que el general había comprado contra
nosotros a todos los policías y a todos los jueces principales?
¿Puede el sentido común
escuchar por un momento tales argumentos? ¿Alguien se habría atrevido a
sugerirlo incluso en los días de nuestra barbarie, cuando no teníamos ni leyes,
ni modales, ni razón cultivada?
Si se me permite reconocer los
monumentos conmemorativos circunstanciales del general, los Verrón, cuando
fueron puestos en prisión por su acusación, al principio persistieron en la
confesión de su crimen. Escribieron dos cartas a la persona a la que habían
hecho depositaria de los billetes extorsionados por el general; estaban
aterrorizados ante la contemplación de su culpabilidad, que veían que podría
llevarlos a las galeras o a la horca. Después ganan más firmeza y confianza.
Las personas con las que debían dividir el fruto de su villanía los animan y
apoyan; y las atracciones de la vasta suma en su contemplación los seducen, los
apresuran y los impulsan a perseverar en el encargo original. Llaman en su
ayuda a todos los oscuros fraudes y argucias a las que pueden acceder, para
liberarlos de un crimen que ellos mismos habían admitido. Se aprovechan de la
destreza de las angustias a las que el oficial involucrado se veía
ocasionalmente reducido, para dar un color de probabilidad a su intento de
restablecer sus asuntos mediante el robo o hurto de cien mil coronas.
Despiertan la conmiseración de la población, que en París es fácilmente
estimulada y frenética. Apelan con éxito a la compasión de los miembros del
Colegio de Abogados, que hacen un deber indispensable emplear su elocuencia en
su favor, y apoyar a los débiles contra los poderosos, al pueblo contra la
nobleza. El caso más claro se convierte con el tiempo en el más oscuro. Una
simple causa, que el magistrado de la policía habría terminado en cuatro días,
sigue aumentando por más de un año entero por el fango y la suciedad que se le
introduce a través de los innumerables canales de la burla, el interés y el
espíritu de partido. Percibirán que toda esta declaración es un resumen de
memoriales o documentos que aparecieron en esta célebre causa.
Presunciones
a favor de la familia Verron.
Consideraremos la defensa de
la abuela y el nieto (doctor en leyes), contra estas fuertes presunciones.
1. Las cien mil coronas (o muy
cerca de esa suma), de las que se pretende que la viuda Verron nunca fue
poseída, fueron entregadas anteriormente a ella por su marido, en fideicomiso,
junto con la placa de plata. Este depósito le fue entregado "en secreto"
seis meses después de la muerte de su marido, por un hombre llamado Chotard.
Los colocó, y siempre "en secreto", con un notario llamado Gilet, que
se los devolvió, todavía "en secreto", en 1760. Por lo tanto, ella
tenía, de hecho, las cien mil coronas que su adversario pretende que nunca
tuvo.
2. Murió en la vejez extrema,
mientras la causa continuaba, protestando, después de recibir el sacramento,
que estas cien mil coronas fueron llevadas en oro al oficial general por su
nieto, en veintiséis viajes a pie, el 23 de septiembre de 1771.
3. No es en absoluto probable
que un oficial acostumbrado a pedir prestado, y desglosado en circunstancias,
haya dado facturas pagaderas a la orden por la suma de trescientos mil libras,
a una persona desconocida para él, a menos que hubiera recibido realmente esa
suma.
4. Hay testigos que vieron
contar y ordenar las bolsas llenas de este oro, y que vieron al doctor de leyes
llevarlo al general a pie, bajo su gran abrigo, en veintiséis viajes, ocupando
el espacio de cinco horas. Hizo estos veintiséis viajes asombrosos sólo para
satisfacer al general, que había pedido especialmente que se mantuviera en
secreto.
5. El doctor de leyes añade:
"Nuestra abuela y nosotros vivíamos, es cierto, en una buhardilla, y
prestábamos un poco de dinero en promesas; pero lo hacíamos por un principio de
economía sensata; el objetivo era comprarme el cargo de consejero del
parlamento, en un momento en que la magistratura era comprable. Es cierto que
mis tres hermanas se ganan la vida con el trabajo de la aguja y el bordado; la
razón era que mi abuela me guardaba todas mis pertenencias. Es verdad que sólo
he tenido compañía con prostitutas, cocheros y lacayos: Reconozco que hablo y
que escribo en su estilo; pero no por eso soy menos digno de convertirme en
magistrado, al hacer, después de todo, un buen uso de mi tiempo".
6. Todas las personas dignas
se han compadecido de nuestra desgracia. El Sr. Aubourg, un agricultor general,
tan respetable como cualquiera en París, se ha puesto generosamente de nuestro
lado, y su voz nos ha obtenido la del público.
Esta defensa parece en parte
plausible. Su adversario lo refuta de la siguiente manera:
Argumentos
del General de División contra los de la familia Verron.
1. La historia del depósito
debe ser considerada por todo hombre sensato como igualmente falsa y ridícula
que la de los seis y veinte viajes a pie. Si el pobre obrero, el marido de la
anciana, hubiera tenido la intención de dar a su muerte tanto dinero a su
esposa, podría haberlo hecho de manera directa de mano en mano, sin la
intervención de una tercera persona.
Si él hubiera poseído la
cantidad de plata pretendida, la mitad de esta debe haber pertenecido a la
esposa, como dueña igualitaria de sus bienes unidos. No habría permanecido
tranquila durante seis meses, en un mísero alojamiento de doscientos francos al
año, sin reclamar su dinero y esforzándose al máximo por obtener su derecho.
Chotard también, el supuesto amigo de su marido y de ella misma, no habría
permitido que permaneciera durante seis largos meses en un estado de tanta
indigencia y ansiedad.
Había, en realidad, una
persona llamada Chotard; pero era un hombre arruinado por las deudas y el
libertinaje; una bancarrota fraudulenta que malversó cuarenta mil coronas de la
oficina de impuestos de los granjeros generales en la que se encontraba en una
situación, y que no es probable que haya entregado cien mil coronas a la abuela
del doctor en leyes.
La viuda Verron finge, que
empleaba su dinero a interés, siempre aparece en secreto, con un notario del
nombre de Gilet, pero no se puede encontrar rastro de este hecho en la oficina
de ese notario.
Ella declara, que este notario
le devolvió el dinero, todavía secretamente, en el año 1760: él estaba en ese
momento muerto.
Si todos estos hechos son
ciertos, hay que admitir que la causa de Du Jonquay y los Verrón, construida
sobre una base de mentiras tan ridículas, debe caer inevitablemente al suelo.
2. La voluntad de la viuda
Verron, hecha media hora antes de su muerte, con la muerte y el nombre de Dios en
sus labios, es, para toda apariencia, un documento respetable e incluso
piadoso. Pero si es realmente en el número de esas cosas piadosas que todos los
días se observa que son meramente instrumentales para el crimen - si este
prestamista, mientras recomienda su alma a Dios, manifiestamente mintió a Dios,
¿qué importancia o peso puede traer el documento con él? ¿No es más bien la
prueba más fuerte de la impostura y la villanía?
La anciana siempre había sido
obligada a declarar, mientras el juicio se llevaba a cabo en su nombre, que
ella poseía sólo la suma de cien mil coronas que se pretendía robarle; que
nunca tuvo más que esa suma; y sin embargo, he aquí, en su testamento menciona
quinientos mil libras de su propiedad. Aquí hay doscientos mil francos más de
lo que se esperaba, y aquí está la viuda Verron condenada de su propia boca.
Así, en esta causa singular, la impostura de la familia, a la vez atroz y
ridícula, estalla por todas partes, durante la vida de la mujer, e incluso
cuando está al alcance de la muerte.
3. Es probable, e incluso está
en evidencia, que el general no confiara sus cuentas por cien mil coronas a un doctor
en leyes del que sabía poco o nada, sin tener un reconocimiento de su parte.
Sin embargo, cometió esta inadvertencia, que es culpa de un corazón
desprevenido y noble; fue desviado por la juventud, por la franqueza, por la
aparente generosidad de un hombre de no más de veintisiete años, que estaba a
punto de ser elevado a la magistratura, que en realidad, en una ocasión
urgente, le prestó mil doscientos francos, y que prometió en el curso de unos
pocos días obtener para él, de una compañía opulenta, la suma de cien mil
coronas. Aquí está el nudo y la dificultad de la causa. Debemos examinar
estrictamente si es probable que un hombre, que ha admitido haber recibido casi
cien mil coronas de oro, venga en la misma mañana siguiente, como en una
ocasión indispensable, al hombre que la noche anterior le había adelantado doce
mil cuatrocientos veinticinco louis d'or.
No hay la menor probabilidad
de que lo haga. Es aún menos probable, como ya hemos observado, que un hombre
de distinción, un oficial general y el padre de familia, a cambio de la
inestimable y casi sin precedentes bondad de prestarle cien mil coronas, en
lugar de la gratitud más sincera a su benefactor, se esfuerce absolutamente por
que sea ahorcado; y esto por parte de un hombre que no tenía otra cosa que
hacer que esperar tranquilamente las lejanas caducidades de los períodos de
pago; que no estaba bajo la tentación, para ganar tiempo, de cometer una
villanía tan derrochadora y atroz, y que de hecho nunca había cometido ninguna
villanía en absoluto. Seguramente es más natural pensar que el hombre, cuyo
abuelo era un mezquino y mísero despachador, y cuya abuela era una miserable
prestamista de pequeñas sumas de dinero a cambio de las promesas de miseria
absoluta, debería haberse valido de la confianza ciega de un soldado
desprevenido para arrebatarle cien mil coronas, y que prometió dividir esta
suma entre los depravados y abominables cómplices de su bajeza.
4. Hay testigos que declaran a
favor de Du Jonquay y de la viuda Verron. Consideremos quiénes son esos
testigos y qué declaran.
En primer lugar, hay una mujer
llamada Tourtera, una corredora, que apoyó a la viuda en su tráfico,
preocupación insignificante por el empeño, y que ha estado cinco veces en el
hospital como consecuencia de las escandalosas impurezas de su vida; lo cual se
puede comprobar con la mayor facilidad.
Hay un cochero llamado
Gilbert, que, a veces firme, a veces tembloroso en su maldad, declaró a una
señora de nombre Petit, en presencia de seis personas, que había sido sobornado
por Du Jonquay. Posteriormente, preguntó a muchas otras personas si aún debía
llegar a tiempo para retractarse y reiteró sus expresiones ante los testigos.
Dejando a un lado, sin
embargo, lo que se ha dicho sobre la disposición de Gilbert a retractarse, es
muy posible que sea engañado, y que no se le pueda acusar de falsedad y
perjurio. Es posible que vea dinero en la casa de empeño, y que se le diga y se
le haga creer que había trescientos mil libras. Nada es más peligroso en muchas
personas que una imaginación rápida y acalorada, lo que hace que los hombres piensen
que han visto lo que era absolutamente imposible para ellos ver.
Luego viene un hombre llamado
Aubriot, ahijado de la proxeneta Tourtera, y completamente bajo su dirección.
Declara, que vio, en una de las calles de París, el 23 de septiembre de 1771,
al doctor Du Jonquay con su gran abrigo, llevando bolsas.
Seguramente no hay aquí
ninguna prueba concluyente de que el doctor de ese día hiciera veintiséis
viajes a pie, y viajara más de cinco leguas de tierra, para entregar
"secretamente" doce mil cuatrocientos veinticinco luises de oro,
admitiendo incluso todo lo que este testimonio afirma ser cierto. Parece claro,
que Du Jonquay hizo este viaje con destino al general, y que él habló con él; y
parece probable, que él lo engañó; pero no está claro que Aubriot lo vio ir y
volver trece veces en una mañana. Es aún menos claro, que este testigo pudo ver
en ese momento tantas circunstancias que ocurrían en la calle, ya que en
realidad estaba trabajando bajo un desorden que no hay necesidad de nombrar, y
ese mismo día se sometió a la severa operación de la medicina, con las piernas
temblando, la cabeza hinchada, y la lengua colgando a medias de la boca. Este
no era precisamente el momento de correr a la calle para ver los lugares de
interés. ¿Le habría dicho su amigo Du Jonquay: Ven y arriesga tu vida, para
verme atravesar una distancia de cinco leguas cargado de oro: Voy a entregar
toda la fortuna de mi familia, en secreto, a un hombre abrumado por las deudas;
deseo tener, en privado, como testigo, a una persona de tu carácter? Esto no es
excesivamente probable. El cirujano que aplicó el medicamento al testigo
Aubriot en esta ocasión, afirma que de ninguna manera estaba en situación de
salir; y el hijo del cirujano, en su interrogatorio, refiere el caso a la
academia de cirugía.
Pero incluso admitiendo que un
hombre de una constitución particularmente robusta podría haber salido a la
calle en esta situación vergonzosa y terrible, ¿qué podría haber significado
hasta el punto en cuestión? ¿Vio a Du Jonquay hacer veintiséis viajes entre su
buhardilla y el hotel del general? ¿Vio a doce mil cuatrocientos veinticinco
luises de oro llevados por él? ¿Acaso algún testigo de este prodigio era digno
de las "Mil y una Noches"? Por supuesto que no; ninguna persona en
absoluto. ¿Cuál es la cantidad, entonces, de toda su evidencia sobre el tema?
5. Que la hija de la Sra. Verrón,
en su buhardilla, haya prestado a veces pequeñas sumas a cambio de promesas;
que la Sra. Verrón las haya prestado, para obtener y ahorrar un beneficio, para
hacer de su nieto un consejero del parlamento, no tiene nada que ver con el
fondo del caso en cuestión. Desafiando todo esto, será siempre evidente, que
este magistrado por anticipación no atravesó las cinco leguas para llevar al
general las cien mil coronas, y que el general nunca las recibió.
6. Una persona llamada Aubourg
se presenta, no sólo como testigo, sino como protector y benefactor de la
inocencia oprimida. Los defensores de la familia Verrón ensalzan a este hombre
como un ciudadano de rara e intrépida virtud. Se sintió vivo ante las
desgracias del doctor Du Jonquay, su madre y su abuela, aunque no las conocía;
y les ofreció su crédito y su bolsa, sin otro objeto que el de ayudar al mérito
perseguido.
Al examinarlo, se descubre que
este héroe de benevolencia desinteresada es un miserable despreciable que
comenzó el mundo como lacayo, fue entonces sucesivamente tapicero, corredor y
en bancarrota, y ahora es, como la Sra. Verron y Tourtera, por profesión
prestamista. Vuela en ayuda de personas de su propia profesión. La mujer
Tourtera, en primer lugar, le dio veinticinco luises de oro, para interesar su
probidad y amabilidad en ayudar a una familia desolada. El generoso Aubourg
tuvo la grandeza de alma de hacer un acuerdo con la vieja abuela, casi al
morir, por el cual le da quince mil coronas, a condición de que se comprometa a
sufragar los gastos de la causa. Incluso toma la precaución de que esta viuda
del obrero en su lecho de muerte note y confirme este trato en el testamento,
lo dicte o pretenda ser dictado por él. Este respetable y venerable hombre
espera entonces algún día dividir con algunos de los testigos el botín que se
obtendrá del general. Es el magnánimo corazón de Aubourg el que ha formado este
esquema desinteresado; es él quien ha conducido la causa que parece haber
tomado como patrimonio. Creía que las facturas pagaderas por encargo se
pagarían infaliblemente. De hecho, es un receptor que participa en el saqueo
efectuado por los ladrones, y que se apropia de la mejor parte para sí mismo.
Tales son las respuestas del
general: No les resto ni les sumo, simplemente las declaro. Así le he
explicado, señor, toda la esencia de la causa, y he expuesto todos los
argumentos más contundentes de ambas partes.
Solicito su opinión sobre la
sentencia que debe pronunciarse, si las cosas se mantienen en el mismo estado,
si la verdad no puede obtenerse irrevocablemente de una u otra de las partes, y
si se hace aparecer perfectamente sin nubes.
Las razones del oficial
general son hasta ahora convincentes. La equidad natural está de su lado. Esta
equidad natural, que Dios ha establecido en los corazones de todos los hombres,
es la base de toda ley. ¿Debemos destruir este fundamento de toda justicia
sentenciando a un hombre a pagar cien mil coronas que no parece que debe?
Hizo billetes de cien mil
coronas, con la vana esperanza de recibir el dinero; negoció con un joven al
que no conocía, como lo habría hecho con el banquero del rey o de la reina
emperatriz. ¿Deberían tener más validez sus facturas que sus razones? Un hombre
ciertamente no puede deber lo que no ha recibido. Las facturas, pólizas, bonos,
siempre implican que las sumas correspondientes han sido entregadas y poseídas;
pero si hay evidencia de que no se ha tenido y entregado dinero, no puede haber
obligación de devolver o pagar ninguna. Si hay escritura contra escritura,
documento contra documento, la última fecha anula las anteriores. Pero en el
presente caso el último escrito es el de Du Jonquay y su madre -pues la abuela
ya había muerto-, y en él se afirma que la parte contraria de la causa nunca
recibió de ellos cien mil coronas, y que son tramposos e impostores.
Qué! porque han negado la
verdad de su confesión, que afirman haber sido hecha a consecuencia de haber
recibido un golpe o un asalto -tortura-, ¿se les adjudicará la propiedad de
otro hombre?
Supondré por un momento (lo
que de ninguna manera es probable), que los jueces, atados por las formas,
condenarán al general a pagar lo que de hecho no debe; - ¿no destruirán en este
caso su reputación así como su fortuna? ¿Acaso todos los que se han puesto en
su contra en esta aventura tan singular, no lo acusarán calumniosamente de
acusar a sus adversarios de un crimen del que él mismo es culpable? Perderá su
honor, en su opinión, al perder su propiedad. Nunca será absuelto sino en los
juicios de aquellos que examinan profundamente. El número de éstos es siempre
pequeño. ¿Dónde están los hombres que tienen ocio, atención, capacidad,
imparcialidad, para considerar ansiosamente todos los aspectos y el porte de
una causa en la que ellos mismos no están interesados? Juzgan de la misma
manera que nuestro antiguo parlamento juzgaba los libros, es decir, sin
leerlos.
Usted, señor, está plenamente
familiarizado con esto, y sabe que los hombres generalmente juzgan todo por
prejuicios, rumores y casualidades. Nadie refleja que la causa de un ciudadano
deba interesar a todo el conjunto de los ciudadanos, y que nosotros mismos
tengamos que soportar con desesperación el mismo destino que percibimos, con
ojos y sentimientos de indiferencia, cayendo pesadamente sobre él. Escribimos y
comentamos todos los días sobre los juicios dictados por el Senado de Roma y el
areópago de Atenas; pero no pensamos ni por un momento en lo que pasa ante
nuestros propios tribunales.
Usted, señor, que comprende a
toda Europa en sus investigaciones y decisiones, se dignará, espero
sinceramente, a comunicarme una parte de su luz. Es posible, ciertamente, que
las formalidades y argucias relacionadas con los procedimientos legales, y con
las cuales estoy poco familiarizado, puedan ocasionar al general la pérdida de
la causa en la corte; pero me parece que debe ganársela en el tribunal de un
público ilustrado, ese juez horrible y preciso que se pronuncia después de una
investigación profunda, y que es el que tiene la última palabra en cuanto a su
carácter.
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