Por: Juan Felipe Díez Castaño.
La democracia tiene una tendencia a lo aciago, pues siempre le acecha la llamada al fracaso, ello por que es inexorable en la dimensión social del hombre el rechazo a lo diferente, a lo plural, lo que no está conforme a las tradiciones de la tribu, como lo sostuvo en franca confesión un pensador latinoamericano[1]. La democracia es casi anti-cultural, pues para tener una actitud democrática se requiere entender que la posición disruptiva del pensamiento opuesto, implica considerar al interlocutor que lo sostiene como válido en el ámbito de la deliberación. Ser un demócrata es una aceptación consciente de que no existen dogmas frente a las posturas políticas, religiosas o económicas, y por lo menos, estar dispuesto a escuchar y debatir con el otro, y no por ello sacrificarlo. Es una renuncia al autoritarismo, al unilateralismo. Ser demócrata es un riesgo, que es difícil de aceptar, pues conlleva a que los paradigmas que prima facie se creían incuestionables, se puedan controvertir en el marco de una sociedad abierta. Ser demócrata es el sapere aude de Kant.
La democracia tiene una tendencia a lo aciago, pues siempre le acecha la llamada al fracaso, ello por que es inexorable en la dimensión social del hombre el rechazo a lo diferente, a lo plural, lo que no está conforme a las tradiciones de la tribu, como lo sostuvo en franca confesión un pensador latinoamericano[1]. La democracia es casi anti-cultural, pues para tener una actitud democrática se requiere entender que la posición disruptiva del pensamiento opuesto, implica considerar al interlocutor que lo sostiene como válido en el ámbito de la deliberación. Ser un demócrata es una aceptación consciente de que no existen dogmas frente a las posturas políticas, religiosas o económicas, y por lo menos, estar dispuesto a escuchar y debatir con el otro, y no por ello sacrificarlo. Es una renuncia al autoritarismo, al unilateralismo. Ser demócrata es un riesgo, que es difícil de aceptar, pues conlleva a que los paradigmas que prima facie se creían incuestionables, se puedan controvertir en el marco de una sociedad abierta. Ser demócrata es el sapere aude de Kant.
Si se piensa, la democracia
republicana ha existido por breves periodos de tiempo en la historia. Funcionó
en Grecia alrededor de 186 años, entre el 508 a. C hasta el 322 a. C, y en la Roma
senatorial –Senatus populosque Romanorum SPQR-
unos 482 años, entre el 509 a. C hasta el 27 a. C. De ahí en adelante, la
democracia republicana estaría extinta, con algunas fugaces excepciones. Pasaron luego de su muerte mil setecientos años -diecisiete
siglos-, donde el paradigma político en occidente era la monarquía absolutista.
Sin embargo, el viejo y noble experimento de la república democrática, ahora fortalecido con el término liberal, fue recuperado de su ya
olvidado pasado, de su viejo retiro forzado, por un grupo de ilustrados en el
norte del continente americano -revolución de independencia de EEUU de 1776-,
que la consideraban la forma de gobierno más propicia para salvaguardar los
derechos inalienables del ser humano, entre los que se encontraban la igualdad, la vida, la libertad y la búsqueda
de la felicidad; a mi juicio, de ahí la enorme valía de este acontecimiento
histórico. Otras sociedades, reivindicarían
lo mismo después.
Este experimento de la
democracia entonces es un punto pálido en la historia pues cronológicamente hablando,
representa una exigua existencia. Durante la mayor parte de su tiempo, la
civilización humana ha vivido en medio de la dictadura y el totalitarismo. A
partir de su recuperación, el experimento de la democracia liberal y republicana
lleva a hoy poco más de 234 años, y casi desaparece por completo hace apenas un instante, durante el siglo XX, cuando
el fascismo -extrema derecha- y el marxismo-leninismo -extrema izquierda-,
consideraron que no era posible el consenso y la deliberación democrática, los
primeros señalando aquello de engendro bolchevique,
y los segundos indicando que constituía una forma de perpetuación de los intereses de la burguesía explotadora; ambas
fuerzas políticas, se acuartelaron en la idea de que la mejor manera de resolver
las problemáticas del ser humano era el exterminio del adversario, y las
consecuencias fueron los horrendos crímenes de lesa humanidad que ya son bien conocidos por todos.
Frente a todo lo dicho, surge
una conclusión dual constituida por la fortuna y la desventura; la fortuna de
sabernos nacidos en medio de un accidente en la historia -una pequeña época
donde existe la democracia-, pero también la desventura de saber que este experimento,
la llamada democracia liberal y republicana, tiene más enemigos que amigos, y
su existencia siempre frágil, siempre en crisis, es como un paciente terminal
al que muchos quieren ver muerto, un paciente al que le han dado tres
meses de vida, pero van seis, y nadie se explica como sigue en pie ante la inescapable adversidad.
¿Hasta
cuándo vivirá esta institución que se niega estoicamente a propalar su último
aliento? Nadie sabe cuando volverán los próximos mil setescientos años de totalitarismo; Ojalá no muy pronto, la garantía de los derechos humanos depende de
ella.