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miércoles, 31 de julio de 2019

EL FRÁGIL EXPERIMENTO DE LA DEMOCRACIA

Por: Juan Felipe Díez Castaño.

La democracia tiene una tendencia a lo aciago, pues siempre le acecha la llamada al fracaso, ello por que es inexorable en la dimensión social del hombre el rechazo a lo diferente, a lo plural, lo que no está conforme a las tradiciones de la tribu, como lo sostuvo en franca confesión un pensador latinoamericano[1]. La democracia es casi anti-cultural, pues para tener una actitud democrática se requiere entender que la posición disruptiva del pensamiento opuesto, implica considerar al interlocutor que lo sostiene como válido en el ámbito de la deliberación. Ser un demócrata es una aceptación consciente de que no existen dogmas frente a las posturas políticas, religiosas o económicas, y por lo menos, estar dispuesto a escuchar y debatir con el otro, y no por ello sacrificarlo. Es una renuncia al autoritarismo, al unilateralismo. Ser demócrata es un riesgo, que es difícil de aceptar, pues conlleva a que los paradigmas que prima facie se creían incuestionables, se puedan controvertir en el marco de una sociedad abierta. Ser demócrata es el sapere aude de Kant.

Si se piensa, la democracia republicana ha existido por breves periodos de tiempo en la historia. Funcionó en Grecia alrededor de 186 años, entre el 508 a. C hasta el 322 a. C, y en la Roma senatorial –Senatus populosque Romanorum SPQR- unos 482 años, entre el 509 a. C hasta el 27 a. C. De ahí en adelante, la democracia republicana estaría extinta, con algunas fugaces excepciones. Pasaron luego de su muerte mil setecientos años -diecisiete siglos-, donde el paradigma político en occidente era la monarquía absolutista. Sin embargo, el viejo y noble experimento de la república democrática,  ahora fortalecido con el término liberal, fue recuperado de su ya olvidado pasado, de su viejo retiro forzado, por un grupo de ilustrados en el norte del continente americano -revolución de independencia de EEUU de 1776-, que la consideraban la forma de gobierno más propicia para salvaguardar los derechos inalienables del ser humano, entre los que se encontraban la igualdad, la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; a mi juicio, de ahí la enorme valía de este acontecimiento histórico. Otras sociedades, reivindicarían lo mismo después.

Este experimento de la democracia entonces es un punto pálido en la historia pues cronológicamente hablando, representa una exigua existencia. Durante la mayor parte de su tiempo, la civilización humana ha vivido en medio de la dictadura y el totalitarismo. A partir de su recuperación, el experimento de la democracia liberal y republicana lleva a hoy poco más de 234 años, y casi desaparece por completo hace  apenas un instante, durante el siglo XX, cuando el fascismo -extrema derecha- y el marxismo-leninismo -extrema izquierda-, consideraron que no era posible el consenso y la deliberación democrática, los primeros señalando aquello de engendro bolchevique, y los segundos indicando que constituía una forma de perpetuación de los intereses de la burguesía explotadora; ambas fuerzas políticas, se acuartelaron en la idea de que la mejor manera de resolver las problemáticas del ser humano era el exterminio del adversario, y las consecuencias fueron los horrendos crímenes de lesa humanidad que ya son bien conocidos por todos.

Frente a todo lo dicho, surge una conclusión dual constituida por la fortuna y la desventura; la fortuna de sabernos nacidos en medio de un accidente en la historia -una pequeña época donde existe la democracia-, pero también la desventura de saber que este experimento, la llamada democracia liberal y republicana, tiene más enemigos que amigos, y su existencia siempre frágil, siempre en crisis, es como un paciente terminal al que muchos quieren ver muerto, un paciente al que le han dado tres meses de vida, pero van seis, y nadie se explica como sigue en pie ante la inescapable adversidad.

¿Hasta cuándo vivirá esta institución que se niega estoicamente a propalar su último aliento? Nadie sabe cuando volverán los próximos mil setescientos años de totalitarismo; Ojalá no muy pronto, la garantía de los derechos humanos depende de ella.


[1] Mario Vargas Llosa, La llamado de la tribu, editorial Alfaguara, Madrid, 2018.

domingo, 21 de julio de 2019

EL CABALLO, EL CIERVO Y EL CAZADOR


Por: Juan Felipe Díez Castaño.
 
En su libro títulado “Como mueren las democracias”, los profesores de la universidad de Harvard, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt (2018)[1] parten de la fábula de Esopo denominada El caballo, el ciervo y el cazador, para realizar una alegoría de como en muchos paises, el pueblo en elecciones democráticas, entrega la institucionalidad de una república -el caballo-, a un líder mesiánico y providencial -el cazador-, que se hace con el poder en el marco de una problemática social que hay que solucionar -cazar al ciervo-. No obstante, el líder, una vez se ha montado en el caballo, se aferra a él con cadenas y riendas, evidenciando así toda la megalomanía, el totalitarismo y el autoritarismo propio de su carácter. En ese momento muere la libertad del “caballo”, muere la república, perece la democracia. El cazador usa toda una serie de estrategias para eliminar los sistemas de pesos y contra pesos en el ordenamiento constitucional -concentración del poder-, persigue la independencia del poder judicial y si este se atreve a cuestionar sus actuaciones, lo acusa de persecución política para deslegitimar las decisiones jurídicas en su contra. La fábula de marras es la siguiente:


Un caballo decidió vengarse de cierto venado que lo había ofendido y emprendió la persecución de su enemigo. Pronto se dio cuenta de que solo no podría alcanzarlo y, entonces, pidió ayuda a un cazador. El cazador accedió, pero le dijo: «Si deseas dar caza al ciervo debes permitirme colocarte este hierro entre las mandíbulas, para poderte guiar con estas riendas, y dejar que te coloque esta silla sobre el lomo para poderte cabalgar estable mientras perseguimos al enemigo». El caballo accedió a las condiciones y el cazador se apresuró a ensillarlo y embridarlo. Luego, con la ayuda del cazador, el caballo no tardó en vencer al ciervo. Entonces le dijo al cazador: «Ahora apéate de mí y quítame esos arreos del hocico y el lomo». «No tan rápido, amigo —respondió el cazador—. Ahora te tengo tomado por la brida y las espuelas y prefiero quedarme contigo como regalo.»

«El caballo, el ciervo y el cazador», Fábulas de Esopo



[1] Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, Como mueren las Democracias, editorial Ariel, 2018, pág. 13.

domingo, 14 de julio de 2019

DE COMO UN SOLDADO AFRODESCENDIENTE SENTÓ EL CAMINO A LA DERROTA DEL FASCISMO EN LA MENTE DE UN NIÑO QUE MÁS TARDE SERÍA UN GRAN FILÓSOFO

Por: Juan Felipe Díez Castaño.
 
En su texto Sobre el fascismo, el filósofo italiano Umberto Eco (1995), señala como, a la edad de 10 años, en 1942, ganó un concurso por haber hecho un discurso donde ensalzaba el deber de los italianos de morir por la gloria de Musolini y el destino inmortal de su pueblo. Esta era la realidad totalitaria del país donde vivía Eco en su niñez. Los fascistas contaminaban desde la primera infancia escolar, la mente de quienes contribuirían en un futuro, a la pervivencia del régimen. Era la manera de construir al hombre fanático que perpetraría toda suerte de atrocidades en nombre de la ideología fascista sin ningún cuestionamiento moral. 

Cuando los aliados derrotaron a las fuerzas fascistas de Italia, cuenta Eco que la primera imagen que tuvo de los liberadores fue la siguiente:



Uno de los oficiales (el mayor o capitán Muddy) era huésped en la villa de la familia de dos compañeras mías del colegio. Me sentía como en casa en aquel jardín donde algunas señoras hacían corrillo en torno al capitán Muddy, chapurreando el francés. El capitán Muddy tenía una buena educación superior y sabía un poco de francés. Así pues, mi primera imagen de los liberadores norteamericanos, después de tantos rostros pálidos con camisas negras, fue la de un negro culto con uniforme verdeamarillento que decía:


—Oui, merci beaucoup Madame. Moi aussi j’ai­me le champagne... 


Por desgracia, faltaba el champán, pero el capitán Muddy me dio mi primer chicle y empecé a pasarme el día mascando. Por la noche lo metía en un vaso de agua para conservarlo hasta el día siguiente. (p. 5).


Sin duda, la anécdota resulta paradójica pero aleccionadora: Eco no rechazó la actitud gentil del capitán en razón a su color; por el contrario esta experiencia lo llevó en su mente a cuestionar todo lo que se le había dicho por el régimen; a pesar de haberlo intentado, el fascismo y su ideología racista, no pudo derrotar en el niño la bondad de pensamiento, en la cual no existen las diferencias por motivo de la piel, la ideología política, el origen nacional o familiar, la posición social o la preferencia sexual.

Esa bondad de pensamiento, atrás reflejada, debería ser retomada hoy con imperativa necesidad, por todas las personas. La defensa de los derechos humanos requiere derrotar a quienes tratan de erigir las barreras de la discriminación.