El 28 de junio de 1914 estalló
en Europa la primera guerra mundial, Carl Von Ossietzky, entonces no era más
que un joven Alemán del común, pero movido por el patriotismo que propalaba en
toda la sociedad teutona, se alistó para combatir en el Ejército del Kaiser
Guillermo II. Cuando lo hizo, nunca se imaginó que la guerra lo transformaría
de un modo inesperado. Luego de ver los horrores de esa conflagración con sus
propios ojos, de ver a sus compañeros mutilados, partidos en dos por las
ametralladoras y gaseados, hizo una suerte de tránsito del infierno al cielo,
si es válida la alegoría. La primera guerra mundial para cuando terminó había
dejado más de 10 millones de muertos según los cálculos más conservadores. El Reich
Alemán, había movilizado 13,25 millones de soldados, de los cuales más de 2
millones perdieron la vida, lo anterior sin contar otros tantos millones de
soldados que quedaron lisiados de por vida, y que, ya terminada la guerra,
volvieron a la vida civil, siendo una “carga” económica para sus familias. El
estado no hizo nada por ellos. Es un lugar común en la historia que quienes
agitan los demonios de la guerra, sean aristócratas o monarcas que, desde sus
cómodos estilos de vida, se aprovechan de la falta de luz de que gozan los seres
humanos del común, la más de las veces causada por desigualdades estructurales
de la sociedad. Como diría Nicolás de Condorcet, revolucionario francés que
participó en los acontecimientos de 1789 en ese país: “Cada vez que la tiranía intenta someter a la masa de un pueblo a la
voluntad de una de sus partes, cuenta entre sus medios con los prejuicios y la
ignorancia de sus víctimas”.
En 1922, Carl Von Ossietzky
fundó el movimiento “Nie Wieder Krieg” (Nunca más la Guerra), y a través de
distintos diarios defendía el mantenimiento de la paz. Su actividad se
intensificó desde 1933, con la llegada de la ultra derecha al poder: Los Nazis.
Ossietzky dirigió denuncias contra el acelerado rearme que Hitler estaba
realizando, el cual terminó creando la poderosa Wehrmacht, esa máquina de muerte, dantesca e inhumana, que años más
tarde bañaría de sangre a toda Europa, y cometería actos de indignidad, que hoy
son una vergüenza histórica para la humanidad. Su oposición al régimen
militarista de los Nazis, acompañado de su defensa de la paz, algo que no era
del agrado de Hitler, que pretendía la guerra, lo llevó a ser encarcelado y
recluido en los campos de concentración del régimen, donde adquirió
tuberculosis.
Aún vivo, pero preso, en 1936,
el comité noruego, le concedió a Ossietzky el premio nobel de la paz, algo que fue
observado por Hitler como una ofensa, quien como suele suceder cuando los
tiranos son cuestionados, entró en cólera, prohibiéndole al pacifista reclamar
ese noble galardón, manteniéndolo encarcelado. Igualmente Hitler prohibió que
de ahí en adelante, cualquier ciudadano alemán reclamara un premio nobel. Para
el pueblo alemán, la mayoría totalitaria, el pacifista era un traidor, un
inmoral que quería entregar su patria al terrorismo internacional representado
en las grandes potencias vencedoras de la gran guerra. Ossietzky murió privado
de la libertad y en la ignominia el 4 de mayo de 1938, cuando los Nazis estaban
aún en la cima de su poder y gozaban de gran aceptación social por parte de los
alemanes, quienes veneraban al Führer guerrerista como un gran salvador, no
sabiendo que llevaría al país a la destrucción total unos años después,
causando la muerte de otros 3 millones soldados alemanes, unos 5 millones de
civiles, también alemanes y más de 6 millones de judíos asesinados en campos de
concentración. Mañana se cumplen 80 años de la muerte de Carl Von Ossietzky, y
los hechos que protagonizó en la primera mitad del siglo XX, deben dejar una
reflexión hoy para Colombia, que a cada lector de este texto le debe generar
una profunda estupefacción, por la similitud de los sucesos narrados en este
artículo, con los acontecimientos que vive hoy el país.
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